Ensayo académico

Max Mirebalais

Nombrar es un acto de poder que construye realidad. La función designativa de las palabras delimita la existencia, tal y como varios filósofos han señalado por décadas1. Titular a este ensayo académico como tal, más allá de una redundancia, es una declaración de principios. Como sucede cada vez que se ocupa una palabra para etiquetar algo, detrás de la acción de nombrar coexisten un sinfín de causales: valores, intuiciones, juicios, sensaciones y razonamientos que buscan certeza al usar una palabra X para definir un fragmento de la experiencia Y (decir que este texto es un ensayo académico).

Por ello, el título también funciona para rescatar a este ensayo de la indefinición y el no ser. Si nombrar otorga realidad, lo-que-no-se-puede-nombrar2 flotaría en un espacio desconocido entre el vacío y la solidez de todo aquello que sí tiene nombre y es usado para formular referencias mediante aproximaciones. Así, al nombrar este texto y decir no sólo que es un ensayo, sino especificar lo académico, se le circunscribe en un concepto, un refugio ante el limbo semántico de la laxitud nominal.

Asimismo, nombrar también infunde características extrínsecas a aquello que es nombrado, mezclándolas y haciéndolas indistinguibles de las intrínsecas3, de tal forma que este título también añade dentro del presente texto elementos propios de la categoría conocida como ensayos académicos, como pueden ser la seriedad, la verificabilidad o el rigor. Un nombre es una carga de significado e implicaciones. Gracias a las peculiaridades del lenguaje, mencionar una palabra (un género literario, un adjetivo, un apellido), desata una serie de evocaciones, consecuencias que sobrepasan los límites del vocablo, lo que el filósofo de la ciencia Otto Carudia denomina contaminación por aproximación enunciativa4. Por lo anterior, por ejemplo, se suelen ocupar conectores del mismo tipo para iniciar oraciones en los ensayos académicos. Expresiones prefabricadas como “por ello”, “asimismo”, “por lo anterior”, de manual, son muy recurridas sin importar que se cumpla o no una función sintáctica, pues su simple enunciación simula la apariencia de lógica argumentativa, necesaria en cualquier exposición coherente.

El influjo evocativo que un nombre provoca es mucho mayor cuando se trata de un nombre propio. Muestra oportuna de ello es la sección a la que este texto se suscribe, Ensayo académico: Pedro Henríquez Ureña, literato dominicano cuya mención es más significativa de lo que se puede pensar5. Un nombre propio es un caso especial de construcción de realidad pues se usa para designar peculiaridades irrepetibles del tiempo y el espacio, como lo es una persona.

Pero así como nombrar construye realidad, también la puede modificar, reordenar o disfrazar. Tal es el caso de las palabras troyanas, o trojan names en inglés, concepto acuñado por el filósofo y lingüista Ernest P. Owley para designar a aquellos sustantivos, propios o comunes, que encierran más de lo que su significado aparenta. Según Owley:

“Trojan name es una palabra troyana en sí misma, pues así como sucede con los malware informáticos llamados «troyanos», el término exacto sería palabra griega, alusión a los escondidos, y no palabra troyana, alusión a los engañados. Las palabras troyanas ocultan más de lo que dicen. De entrada, tienen relación con fenómenos semánticos como la polisemia, pero lo que distingue a las palabras troyanas de un inofensivo homónimo es el abanico de significados que contienen cifrado detrás de una relación compleja para, hacia y entre otros referentes, la mayoría de las veces una red fabricada de forma intencional por quien o quienes idearon la palabra troyana en primer lugar. En este aspecto, puede compararse a las claves usadas en espionaje, o a los códigos de guerra. […] Hay palabras troyanas en las relaciones más comunes entre personas, […] pero su principal campo de aplicación reside en la literatura. Así como Kojin Karatani apunta en su propuesta de la transcrítica, la literatura es un discurso que debe leerse desde la contradicción, muy cerca a la ilusión, la paradoja y el contrasentido. En vez de comunicar su significado, una palabra troyana lo esconde, lo mismo que sucede muchas veces en la literatura, donde no se propone un lenguaje directamente referencial, de palabras francas y visibles, sino un corpus compuesto de guiños, invitación a quien lee de cooperar en una serie de juegos más bien tramposos que buscan soterrar los significados entre líneas.”6

Ilustración: Omar Hidrogo

Referencias:

1 La filósofa S. Patraña hace una concienzuda recopilación de los principales exponentes de esta muy resumida idea, que abarcan desde varios clásicos griegos, pasando por el obligado Wittgenstein y llegando a pensadores contemporáneos como Rorty o los Churchland. Consultado en: Severina Patraña “Análisis del lenguaje. ¿Obviedad o pertinencia?” en Cuadernos de Crítica y Reflexión, No. 17 (España: 1995), 04-17.

2 Traducción propuesta por F. Lingualonga para el complejo concepto Machen-Sie-Witze- um-zu-täuschen acuñado por el filólogo polaco Nieistniejąca Nazwa, autoridad en onomástica y lógica formal. Tomado de: Franco Lingualonga “El traje del rey: los límites dentro del lenguaje”, (Bogotá: Alfaomega, 2004), 95.

3 Al caso, M. Roquebrune realiza una amplia disertación tomando como punto de partida las propuestas de Renate Ramge acerca de las concepciones aristotélicas sobre la distinción entre lo característico por naturaleza en un objeto y lo que no. Consultado en: Micheline Roquebrune “La rosa, la risa y el rezo: variaciones de la dialéctica de Ramge”, (México: FCE, 1995).

4 Citando a Carudia: “La contaminación enunciativa explica varias de las costumbres dentro de la academia. Muchas veces el apellido que acompaña a una cita dice más que la referencia misma. También un epígrafe, normalmente literario, puede dotar de cierto esoterismo conveniente a un artículo que otrora parecería gris y plano. Incluso funciona en casos de la vida diaria: es por lo que los papás buscan el significado del nombre que le podrán a sus hijos, o las empresas de gaseosas crean versiones light y extra-light de sus productos.” Otto Carudia, “Aproximación enunciativa: lo que dicen y no dicen las referencias” en Anagrama, revista de divulgación científica, Vol. 4 No. 95, (Argentina: 2017), 17

5 Javiera Gram, novelista argentina redescubierta por la crítica gracias a su relación epistolar con otros escritores más conocidos, como Aira o Berti, recopila en su más reciente libro una época de su adolescencia en la que fue fanática de explorar cementerios. Ahí relata una mañana de diciembre de 1981, cuando recorrió por enésima vez el cementerio de la Chacarita, el más grande de la capital y uno de sus favoritos, acompañada de otros aficionados al pasatiempo de caminar entre tumbas, una especie de subcultura alterna en esa época, como los góticos o los coleccionistas de estampillas. Todo resultó convencional en el paseo al principio: el calor veraniego, la soledad cuarteada por uno que otro entierro, el pasto no tan bien cuidado como el de la Recoleta, el olor a tierra removida. El improvisado grupo compuesto de personas que habían acordado por correspondencia y conocido entre ellas en la misma entrada, parecía un montón de turistas en un museo, y prácticamente eso eran, pues como Gram menciona, “una suele sentirse ajena en un cementerio, una extraña, pues es un lugar que pertenece a los muertos y en el que los vivos estamos de visita”. El día no habría sido memorable de no ser porque uno de los miembros del nutrido grupo, sin mayor aviso, se detuvo ante una tumba. La acción fue tan abrupta que llamó la atención de los demás. Gram explica cómo “aquello era inusual, alguien fijándose en una tumba entre tantas con ese nivel de atención, como un deudo, pero por alguna razón se sintió natural sin dejar de ser magnético y varios nos acercamos a ver qué ocurría”. Según dice, se trataba de un anciano de bastón, “vestido con antigua elegancia, de traje oscuro con chaleco, y usaba una discreta corbata gris”. Iba del brazo de una mujer más joven con mechones de pelo blanco a los lados del rostro, tal vez su hija. Ella le dijo en voz baja algunas palabras al anciano mientras señalaba, puede que le leyera el nombre inscrito en la lápida: Pedro Enríquez Hureña, Enríquez sin hache y Hureña con. La fonética, al parecer, bastó para llamar la atención del anciano. Además, él no tenía cómo constatar lo de la letra muda pues, según Gram, sus ojos miraban hacia nada. Era ciego. En el presente que escribe el diario, Gram se recrimina no haber reconocido al instante la figura que agachaba la cabeza ante la lápida, pero se justifica admitiendo que la situación era tan poco común que quedó desorientada, “cómo iba a saberlo, si para ese año ya era alguien mítico y sólo se paraba en Argentina para recibir premios o condecoraciones, imposible imaginar que se trataba de él”. El anciano se inclinó un poco hacia enfrente, ceremonioso y cálido, se habría arrodillado de no ser por la mujer que lo sostenía bien del brazo. Sobre él dice Gram que “tenía 82 años, así que por senilidad puede que confundiera el sepulcro apócrifo con el del Henríquez Ureña real, que efectivamente murió en Buenos Aires, pero cuyos restos fueron trasladados al Panteón de la Patria en Santo Domingo. O puede ser que, conociéndolo, para él diera lo mismo. Ante la eternidad, los hechos son confundibles y equiparables. Como prueba, de no ser porque estuve ahí ese día y presencié todo, y porque ahora lo escribo, lo que vi quedaría en el olvido”. El anciano le habló a quien supuso estaba bajo la tierra. Le recordó la admiración eterna que le tenía. Nacer en República Dominicana, convertirse en un caudillo intelectual de México y marcar la literatura argentina de manera feroz y profunda, todo para ser apocado injustamente en la posteridad, a la sombra de nombres ni la mitad de iluminados. Haber leído todo. Y procurar siempre que los demás tuvieran la razón. Sobre todo eso. Le confesó en un susurro, “ese verso de Los Justos, Henríquez, el que prefiere que los otros tengan razón, sos vos.” Y Gram agrega: “fue como si rezara, su voz chillona y agrietada por la emoción, muy torpe, pero con devoción, esa cadencia mística de quien conjura un salmo o un hechizo. Sus palabras sonaron tan sinceras que turbó el aire. Y con razón. No por nada conoció a Henríquez Ureña de joven, presentado en persona por uno más de sus maestros, Alfonso Reyes, a quien idolatró con fervor parecido”. [N. del A.: Alfonso Reyes es el nombre de la otra sección de ensayo de esta revista, el literario]. Javiera Gram. Memorias y diarios 1975-1995. (Buenos Aires: Editorial La espada, 2004), 95.

6 Ernest P. Owley. “De Fócida a nuestros días: el lenguaje como un caballo de Troya”, en Azafea: revista de filosofía, Vol. 95. (Salamanca: 2017) 95-104.